domingo, enero 13, 2008

La fuerza del silencio


Juan Sánchez Joya, 18º

Desde el principio de la vida masónica está presente el silencio. Tal vez lo más sobrecogedor de la misma Cámara de Reflexión sea el silencio, más incluso que el macabro decorado o la penumbra. Cuando te encuentras allí solo, tan predispuesto a entrar en algo nuevo, a la vez temido y deseado, rodeado de ese sepulcral silencio, escuchas en tu interior como quizá nunca lo hayas hecho, y parte de lo que escuchas es sobrecogedor.

Durante la estancia en la Columna del Norte, se te enseña el valor del silencio y se te invita a practicarlo. Descubres cuán valioso es para poder aprender, sobre todo cuando el aprendizaje, como es el caso, se refiere a cuestiones tan trascendentes como son la reflexión sobre el profundo simbolismo que se nos muestra y explica.

Aprendes que el silencio no sólo es posible referido a la palabra, sino que también se puede guardar silencio en la mente y en el corazón, es decir, en los pensamientos y las emociones.

La eliminación del diálogo interno obra verdaderos y sorprendentes milagros, hasta el punto de que se hace posible un cambio de comportamiento con un simple pequeño esfuerzo para eliminar todas esas palabras que añadimos, en nuestro interior, a los acontecimientos molestos o desagradables. En realidad, el origen del enfado, la ira, los deseos de venganza, la melancolía y otros muchos sentimientos y emociones negativos, nacen más propiamente de nuestro diálogo interno añadido que de los hechos en sí. Sólo se requiere hábito para interrumpir precozmente el proceso. Es el diálogo interno el que confiere poder a las personas y a las cosas para ofendernos o irritarnos.

Por otra parte, el silencio interior suele romperse con palabras mentales, y la palabra, a pesar de ser un instrumento muy útil para la comunicación formal, es una gran traidora por su forzosa concreción y su poder para fijar las ideas, reducirlas, simplificarlas y, por tanto, limitar su crecimiento, su potencial.

Nuestro comportamiento obedece a nuestra voluntad, pero la más de las veces, existen interferencias, tanto externas como interiores, que modulan y modifican nuestras respuestas y movimientos. Si el entorno supone un condicionante del comportamiento, el ruido interno es un fatal determinante. Para permitir, pues, que la voluntad se traduzca fielmente en el comportamiento correspondiente, es fundamental eliminar o minimizar esas interferencias del fuero interno, pues además de que sobre el entorno no tenemos demasiado control, es el dominio interior el que mejor garantiza la capacidad volitiva para expresarse.

Tantos otros enemigos del hombre, denominados pecados por las religiones, vicios por lo que suponen de hábito en el alejamiento del bien, cadenas para el crecimiento del hombre en general y del masón muy especialmente, requieren del concurso del silencio interior para mustiarse. ¿Acaso la envidia no precisa el alimento continuado de pensamientos negativos en los que se ensalza constantemente lo codiciado y se compara incesantemente con la revisión de las propias carencias? ¿Es que la ambición no crece cada vez que nos repetimos lo poco que somos y repasamos la lista de ventajas que nos reportaría el poder y la riqueza? ¿No necesita el odio, para no extinguirse, que el pensamiento se recuerde, una y otra vez, cuán grande fue la ofensa? Pues si no regamos todas esas malas hierbas, languidecerán indefectiblemente. Y es que las palabras, incluso las que no se pronuncian, tienen atributos de decretos para nuestro cerebro.

Además, el que practica el vaciado de pensamiento, ya sea meditando, haciendo yoga o ensimismándose en una tarea o una contemplación, sabe que del silencio, brotan revelaciones impensables. Si proceden de nosotros mismos, de nuestro verdadero ser desnudo, o si se trata de conocimiento de algún modo flotante y patrimonio de cualquiera que sepa escuchar con el espíritu sosegado, es algo que no altera el valor de los contenidos.

El silencio no es sinónimo de sabiduría, pero sí un ingrediente inicial y siempre imprescindible. Silencio para no ofender, para no errar, para no detener el crecimiento creativo, para escuchar, para aprender, para evitar ser reactivo y subsiguientemente manipulable. El silencio para amar, porque el amor está hecho de actos más que de palabras.

¡Qué gran exponente de la amistad es poder compartir los silencios sin sentir embarazo o violentarse!

Por lo dicho hasta aquí, parecería una ventaja ser mudo o abúlico. Sin embargo, la palabra debe ser dicha en las ocasiones precisas, aquellas en que, citando al poeta, tus palabras sean más hermosas que tu silencio. Pero es que la palabra será correcta si nace del silencio, no del ruido. Y lejos de producir abulia, el silencio lo que permite es manifestarse a la voluntad sin estorbos. Tampoco es preciso un constante silencio de las emociones, aunque tal vez sea ese el camino del nirvana, sino que, a partir de un ánimo sosegado y limpio de impurezas negativas, podemos ejercitar con ventajas un diálogo interno que nos ayude a ser proactivos. Quien practique un sencillo juego consistente en pensar algo bueno de cada persona con que se cruce cualquier día en un paseo por la calle, de encontrar un aspecto o característica positivo en cada rostro y cuerpo, degustará una alegría interna que parece surgir de la nada y se encontrará de pronto sonriendo plácidamente.

Existen unas palabras especialmente importantes, palabras mágicas que nuestro pensamiento debe buscar y utilizar. Se trata de los nombres de los demonios, de nuestros demonios. Desde los tiempos primitivos, el hombre utiliza el mágico procedimiento de nombrar lo que teme, y con ello consigue una suerte de control sobre lo temible, a fuerza de controlar directamente su miedo. La nominación de los demonios conlleva a menudo la desaparición de su poder en la tradición de los cuentos. Pues bien, el ruido interno está urdido por multitud de pensamientos, ideas y emociones mal estructuradas por nuestra mente, no completamente articuladas ni reconocidas, a menudo relegadas a la sombra por nuestra ofendida autoestima. Frustraciones, prejuicios, información no procesada, todo ello amenaza permanentemente nuestra libertad para ejercer la acción volitiva. Extingamos ese ruido pernicioso mediante la exploración atenta de nuestra maraña mental y la subsiguiente nominación de cada uno de esos fantasmas. Descubriremos con regocijo que se anemizan, que pierden su vigor y su capacidad para impedirnos actuar rectamente, eficazmente. Se atribuye a Buda la recomendación de limpiar de a poco nuestra mente, tal como debe hacerse en nuestra casa, pues el polvo que se posa cada día acaba convirtiéndose en un hediondo montón de basura. La limpieza de la mente tiene un brillo específico: el silencio.

La ignorancia supone carencia de conocimiento, pero sobre todo supone exceso de desconocimiento, igual que es más perniciosa la desinformación que la simple carencia de datos. Y la ignorancia, en su más alto grado, gusta de exhibirse con un exceso de palabras, palabras que yerran mucho y que a menudo hieren. Por eso, el silencio es un arma inapreciable contra la ignorancia. No añadamos a nuestra propia ignorancia el ruido de palabras vacuas, pues no otras pueden salir de ese estado, porque entonces las palabras nos harán perder la oportunidad de escuchar, de asir conocimiento. Si bien se suele dar un doble tránsito, aferente y eferente, de modo simultáneo, en nuestra relación con el entorno, no es menos verdad que la calidad de sendas vías mejora con la concentración, con la focalización, es decir, cuando se minimiza una de las vías. Así, cuando queramos apropiarnos de algo externo, como la información, conviene que reduzcamos nuestra actividad exteriorizadota, del mismo modo que no hay mejor ayuda para nuestros actos, que ignorar el ruido externo. De este modo, el silencio es una garantía de eficacia en el aprendizaje.

El conocimiento también proviene de la reflexión, de la digestión íntima de la información. Sin este proceso interno, la información no es capaz, por sí sola, de generar conocimiento. No hay que repetir la importancia del silencio interior para que esa asimilación creativa se produzca de modo eficiente y debidamente articulado.

Para terminar este panegírico sobre el silencio, me gustaría invitar a una reflexión. En el lenguaje verbal se viene a dar una importancia primordial a las palabras, lo que parece incluso una perogrullada. Sin embargo, reparemos en la importancia de los silencios, sin el cual el discurso carecería de sentido en su aspecto formal, e incluso, en sus connotaciones. Es sabida la enorme eficacia de los elocuentes silencios que pautan un discurso o una conversación, dotándolos de fuerza y de capacidad persuasiva. Sin el silencio no puede haber diálogo, no sólo por razones obvias de alternancia en el uso de la palabra, sino porque no existe mayor facilitador de la expresión ajena, que el silencio propio. La comunicación verbal requiere del silencio tal como lo precisa la música, que es, tal vez, la más maravillosa forma de romper el silencio, excepción hecha de una palabra dulce.




Fuente : http://www.scg33esp.org/zenit/revista/n17/n17-3_Silencio.htm

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